Una divertida anécdota que ilustra muy bien cómo se aborda la gestión del tiempo es la de aquel instructor que se presenta frente a un grupo de asistentes a un curso sobre el tema y saca un gran frasco de cristal, con la boca ancha, que llena de gruesas piedras y pregunta al auditorio: ¿cabe más?
Las opiniones están divididas, unos afirman que sí, otros que no. Él, sin dar una respuesta concreta, saca un montón de grava que echa sobre las piedras, dando pequeños golpes al frasco para que la grava se distribuya bien entre las piedras. Una vez lleno vuelve a preguntar: ¿cabe más?
Ahora los que opinan que no son mayoría, aunque aún se oye algún sí en la sala. Nuestro instructor saca, en esta ocasión, un saco de arena que empieza a volcar sobre el contenido anterior, agitando el frasco y haciendo que la arena vaya ocupando espacios aún vacíos. Por tercera vez pregunta: ¿cabe más?
La respuesta ahora es unánime, nadie cree que quepa nada más en ese frasco que está absolutamente lleno. Pero el instructor vuelve a sorprender a los asistentes al curso sacando una jarra de agua que derrama suavemente sobre el frasco hasta que este queda lleno hasta el borde, y añade: “siempre cabe más si sabemos qué es lo que debemos colocar primero. Primero las piedras gordas, lo urgente e importante, y luego ir añadiendo los asuntos más livianos”.
A partir de aquí el curso se desarrolla estableciendo criterios sobre qué es urgente, qué es importante, cómo ordena cada uno su propia agenda del día, qué es lo que se puede delegar y qué no; en definitiva, un curso más o menos tradicional sobre gestión del tiempo.
La mayoría de los programas de “gestión del tiempo” adolecen de una falta que va implícita en su propia definición y es que parten de la premisa falsa de que el tiempo se puede gestionar y eso no es cierto, el tiempo es el que es y su paso y su ritmo son inexorables. El tiempo no se puede gestionar, lo que sí se pueden gestionar son las actividades que podemos realizar en un tiempo determinado: “qué podemos hacer en el tiempo del que disponemos”.
En el año 1965, los consultores Charles H. Kepner y Benjamin B. Tregoe publicaron un libro titulado “El Directivo Racional”, editando una versión corregida y ampliada a principios de este siglo. El libro está dedicado al análisis de problemas y toma de decisiones y, dentro de su metodología, incorpora una fase que es la de “evaluación de situaciones”, sobre la que puntualizan los autores: “Quisiéramos dejar claro cuáles son los temas sobre los que debemos concentrar primero nuestra atención y en cómo manejar un número de actividades simultáneas de manera eficiente” (fijémonos en que no hacen referencia a la gestión del tiempo, sino a la gestión de las actividades). Para ello sugieren:
– Hacer una lista de amenazas y oportunidades, preocupaciones actuales o futuras que necesitan acción.
– Separar y aclarar preocupaciones, acciones específicas que definen una necesidad.
– Considerar gravedad, urgencia y tendencia, para establecer una prioridad relativa.
– Determinar el análisis requerido, tipo y cantidad de análisis necesario para solucionar cada preocupación.
– Determinar la ayuda necesaria, información y compromisos que se requieren.
Respecto al tercer punto, considerar la gravedad, la urgencia y la tendencia, lo podemos resumir en las siguientes preguntas:
1. ¿Qué daño (o beneficio) está provocando la situación actual en la gente, la seguridad, el coste, la productividad, los proveedores, la reputación o en los recursos? Si valoramos ese daño, o beneficio de 0 a 10 o alto, medio o bajo, para cada uno de los apartados citados podemos cuantificar “la gravedad”.
2. ¿Qué urgencia sentimos para actuar sobre esa preocupación? También lo valoramos.
3. ¿Si no hacemos nada la situación irá a peor, no cambiará o irá perdiendo gravedad? Esta valoración nos aporta un tercer baremo para identificar la necesidad de atender esa situación dentro de un rango de prioridades.
Frente a la idea de “las piedras gordas” Kepner y Tregoe facilitan criterios para valorar tres aspectos que son convenientes considerar a la hora de abordar los problemas o las situaciones de una forma eficiente. No obstante, por muy racional, lógica y eficiente que nos parezca esta propuesta sigue adoleciendo de alguna dificultad y es que no considera la motivación humana y nuestro sentimiento frente a la tarea, nuestras emociones. No se trata de lo que debemos hacer sino de lo que estamos dispuestos a hacer, de lo que haremos. Enfocado de esta manera la “gestión del tiempo” se transforma en “gestión de nuestra conducta” y para ello lo primero que debemos plantearnos es por qué nos comportamos como lo hacemos.
Para David McClelland, el padre de la Gestión por Competencias”, hay una diferencia entre los impulsores del comportamiento genéticamente adquiridos y los del comportamiento aprendido. A los primeros lo denomina factores homeostáticos, a los segundos “motivación”. La motivación es inconsciente, no sabemos lo que nos motiva, aunque lo podemos intuir a través de nuestra conducta. Se ha ido fraguando a través de experiencias gratificantes que hemos tenido y que nos invitan a repetirlas en situaciones similares que se presenten en el futuro.
Hay tres tipos de motivos que justifican más del noventa y cinco por ciento de nuestra conducta:
– la motivación de logro, formada a través de pequeños éxitos conseguidos en situaciones relativamente desafiantes;
– el motivo de poder, o de influencia, gestado a través del placer que nos produce generar un impacto en el medio o que otras personas hagan lo que nosotros deseamos que hagan; y
– el motivo afiliativo que se configura por la satisfacción que nos produce llevarnos bien con otras personas. En la medida que hayamos tenido más experiencias gratificantes en uno o en otro sentido habremos desarrollado más necesidad de logro, de poder o de afiliación.
Para McClelland la conducta se desarrolla según una secuencia que se inicia porque un incentivo externo conecta con nuestra motivación y pone en marcha un proceso que pasa por el filtro de los valores, los rasgos personales, las habilidades y conocimientos y la permisividad o intolerancia del entorno, que nos lleva a comportarnos de una forma concreta. Como vemos, valores, rasgos, habilidades y conocimientos forman parte de nuestra forma de hacer las cosas; la motivación es inconsciente, los valores y los rasgos son parcialmente conscientes, y las habilidades y conocimientos son totalmente conscientes, y por eso nos centramos más que nada en el desarrollo de estos aspectos. Las características del entorno, aunque sabemos que afectan a la conducta, no sé si tenemos tan claro en qué medida lo hacen.
Esta secuencia motivacional está bien aceptada y sus distintas fases estudiadas y comprendidas, sin embargo, ¿cuáles son los incentivos que activan la motivación? Esta pregunta aún no está resuelta pues, pese a que todos los investigadores coinciden en que la motivación es intrínseca, en todas las organizaciones se establecen incentivos extrínsecos para que las personas actúen en determinado sentido.
Permítanme aventurar una conjetura basada en años de estudio de la conducta en las organizaciones: “Las personas tienden a actuar cuando la actividad que se desencadenará les gusta, es decir, intuyen placer en su realización, conecta con su talento y les motiva”.
¿Qué es el talento? Para José Antonio Marina es “la inteligencia triunfante”, inteligencia que distingue entre inteligencia creativa e inteligencia operativa. Respecto a la inteligencia ya sabemos que es múltiple. Hay identificadas, al menos, ocho tipos diferentes de inteligencia:
1. Lingüístico – verbal. Capacidad para comprender el orden y el significado de las palabras.
2. Lógico – matemática. Capacidad para identificar modelos abstractos en el sentido estrictamente matemático, calcular numéricamente, formular y verificar hipótesis, utilizar el método científico y los razonamientos inductivo y deductivo.
3. Espacial. Capacidad para presentar ideas visualmente, crear imágenes mentales, percibir detalles visuales, dibujar y confeccionar bocetos.
4. Musical. Capacidad para escuchar, cantar, tocar instrumentos así como analizar sonido en general.
5. Corporal, kinestésica. Capacidad para realizar actividades que requieren fuerza, rapidez, flexibilidad, coordinación óculo-manual y equilibrio.
6. Interpersonal. Capacidad para plantearse metas, evaluar habilidades y desventajas personales y controlar el pensamiento propio.
7. Intrapersonal. Capacidad para trabajar con gente, ayudar a las personas a identificar y superar problemas.
8. Naturalista. Capacidad para percibir las relaciones que existen entre varias especies o grupos de objetos y personas, así como reconocer y establecer si existen distinciones y semejanzas entre ellos.
La utilización de la inteligencia está llena de matices: se puede tener una gran inteligencia musical pero no tener la misma capacidad para componer como para interpretar; se puede tener una gran inteligencia corporal, pero no es lo mismo correr una maratón que lanzar peso, montar en moto o dedicarse a la danza clásica. En cualquier caso todos tenemos un talento que si sabemos descubrir, nos hará más eficaces y eficientes en el trabajo y más felices en nuestra vida, porque el talento no es cosa de privilegiados.
Cuentan una anécdota de Isadora Duncan, que fue llevada al psicólogo por su madre pues tenía muchas dificultades para el estudio y casi la daban por desahuciada en la escuela, y tras una larga sesión a solas con el terapeuta éste llamó a su madre y le dijo: “Señora, usted tiene una bailarina, no una intelectual”.
Nuestro talento es una cualidad innata y también inconsciente, que si no cultivamos no desarrollaremos. Entonces, si resulta que nuestra motivación es inconsciente y nuestro talento también lo es, ¿cómo podemos gestionar nuestra conducta? La respuesta es sencilla: haciendo las cosas que nos gusta hacer. Las cosas que hacemos porque nos gustan están impulsadas por nuestra motivación y gestionadas por nuestro talento. Nos producen satisfacción por sus resultados y porque nos permiten poner en juego lo mejor de nosotros mismos.
Ahora volvamos a la Gestión del Tiempo y a la nueva visión que prometíamos en el título de este artículo: La primera fase consiste en seguir los pasos propuestos por Kepner-Tregoe, los cinco pasos señalados más arriba. Esto nos aportará una visión razonada y objetiva de las preocupaciones y nos permitirá establecer una relación de acciones para abordar según un rango de prioridades.
La segunda fase es abordar, nosotros, solamente aquellas tareas que nos gustan, el resto tendremos que delegarlas, posponerlas o, en el peor de los casos, buscarles un enfoque que nos resulte agradable. Esta es una propuesta en favor de la eficacia. No hacerlo así es invitar al fracaso a compartir nuestra mesa de trabajo.
Recapacite conmigo: Cuando abordamos una tarea que realmente nos gusta nos sumergimos en ella, trabajamos con interés y dedicación, no permitimos interrupciones y los resultados suelen llegar con rapidez y ser eficaces. Mientras que si lo que hacemos no nos gusta, “lo hacemos porque es importante y hay que hacerlo”, nos da pereza empezarla, cualquier interrupción nos entretiene, los resultados no son siempre los deseados y nos invita a quejarnos (”estoy muy ocupado”, “todo es urgente”, “no tengo más que interrupciones”, “cómo va a salir bien si no había tiempo”). ¡Pruebe a hacer sólo lo que le gusta y luego me cuenta cómo le ha ido!
Las empresas que se preocupan por el bienestar de sus trabajadores les enfrentan a tareas retadoras y gratificantes. Identifican la motivación y el talento de sus colaboradores para que cada uno sea capaz de dar lo mejor de sí en su puesto de trabajo. Esta es una de las razones por las cuales el bienestar del empleado es beneficioso para las empresas.
José Luis Dirube, socio director de POP Omega.
fuente: Observariorh